Excelente artículo de Juan Eduardo Zúñiga (El país) sobre el discutido compromiso de Arquímedes con la defensa de Siracusa, su ciudad natal:
Arquímedes intelectual comprometido
¿Estaba en lo cierto Sartre cuando aconsejó a los intelectuales que descendieran a la cosa pública? Algo le dice a Zúñiga lo incierta que es la condición del intelectual que elude el compromiso político. Y para demostrarlo retrocede al triste final que tuvo Arquímedes. Aquel matemático que frenó las invasiones romanas en Siracusa combinando invención y estrategia pero que acabó pereciendo bajo la espada cuando se cobijó en el puro ensimismamiento.
En su tiempo, el físico Arquímedes perdió la oportunidad de convertirse en modelo del intelectual comprometido con la historia, tal como siglos después aconsejaba Sartre. Ya que nuestro propósito es instructivo contaremos el caso para satisfacción no de los sartrianos sino de quienes piden a los intelectuales que se comprometan sólo con sus musas, sin descender a la sucia política o a las turbias apetencias populares.
Cuando la armada romana de Marcello atacaba el puerto de Siracusa, el consejo municipal pidió a Arquímedes, dado su gran prestigio, que ayudase a la defensa de la ciudad. Aceptó él pero no fue tanto un compromiso real como una continuidad en sus experimentos y estudios.
Gracias a Arquímedes se repelieron varios ataques de las naves romanas, ataques que consistían inicialmente en acercarse a las murallas del puerto, lanzando alaridos y flechas. Pero allí funcionaron unos artefactos de guerra con los que Arquímedes demostró su ingenio. Consistían en serones flotantes cargados de leña ardiendo entre la que se había puesto un fuerte imán. Echados al mar, quedaba a merced de las olas pero en cuanto los romanos blandían sus armas por fuera de la borda para asustar a sus adversarios, los incendiáculos eran atraídos por el metal y al aproximarse a las naves les prendían fuego.
Al tener que retirarse los atacantes, esta defensa fue muy celebrada y hoy confirma la opinión de que un físico puede ser un buen estratega si es preciso, aunque personas de exquisita sensibilidad espiritual reprueben la participación de los intelectuales en actos colectivos, en especial, luchas por la subsistencia o actitudes levantiscas contrarias a la privacidad de sus tareas excelsas.
Pero en Siracusa, se convocó a Arquímedes a participar porque era su ciudad natal e incluso la realidad circundante le aportaría sugerencias para sus investigaciones que no obtendría de otra forma.
Un nuevo ataque tuvo lugar y esta vez la feliz ocurrencia fue usar grandes espejos colocados en las murallas; al reflejar éstos los rayos del sol y dirigirlos sobre las naves romanas aumentaron al doble el calor propio de un verano siciliano. Se achicharraban los soldados si subían a cubierta, las armas no se podían tocar de tan calientes y los cascos de hierro servían para abanicarse. Agotadas las reservas de agua, deslumbrados, agobiados y sudorosos, los atacantes retrocedieron.
La amenaza sin embargo no estaba conjurada. Esperaba la ciudad nuevos ataques y en Arquímedes se depositaba toda la confianza. En determinado momento, éste quedó absorto y se le vio hacer anotaciones en su pizarra y poco después emprendió el camino de casa. Su amigo Sturos, hombre sensato, se le acercó para que permaneciese en el puerto a fin de estudiar la situación, que no se fuera pues sin él no podrían defenderse mucho tiempo.
- Voy a casa a poner en orden unas ideas, unas ecuaciones importantes para la ciencia.
- Pero si los romanos conquistan la ciudad, toda la ciencia se perderá sin remedio. Has de ser consecuente: tú eres ahora nuestro artífice, sólo te pido conciencia profesional.
- Mi profesión es reflexionar, no conducir batallas.
- La reflexión no es un fin. Hoy tu fin es salvar la ciudad y hacia ella tienes esa responsabilidad.
- No, los técnicos son los responsables. Yo estoy comprometido conmigo mismo, con mis cálculos que serán útiles en el futuro.
No convencido, Arquímedes se marchó, se le oyó murmurar "las matemáticas son mi patria", y ya en su casa se entregó a la tranquila atmósfera del estudio. A la mañana siguiente, en todas las calles cercanas se oyeron blasfemias y gritos, ruido de carreras y golpes en las puertas: era la señal inequívoca de que los romanos habían conquistado Siracusa.
Pero él estaba entregado a sus experimentos. Al parecer, del techo había colgado un bramante a cuyo final puso un anillo de oro que venía a oscilar sobre el vaho de un recipiente de agua hirviendo. Tan abstraído estaba que no oyó que hombres armados subían por la escalera y que se le acercaban y como vieran el anillo, gritaron "¡es de oro!". El sabio se limitó a murmurar:
- La trayectoria del círculo es en función de la temperatura...
Entonces, una espada entró profundamente en su espalda.
Una triste muerte en cuyo móvil no están de acuerdo los historiadores: se atribuye a no haber parlamentado con los soldados, o a la inclinación de éstos por objetos áureos, o bien, al asombro que originaría descubrir a aquel hombre en actividad tan inadecuada mientras la ciudad ardía.
Incierta es la condición del intelectual acuciado por la exigencia de consagrarse al cumplimiento de su vocación y ser sordo a propuestas ciudadanas, a la par que otras voces le piden sea creador de mundos nuevos sin abandonar el puerto de Siracusa.
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