Hace un par de días me topé, por casualidad, con
un libro reciente de Nuccio Ordine. La utilidad de lo inútil
es un manifiesto en el que se reivindica -sin complejos- la necesidad absoluta de
ciertos conocimientos y saberes que, tradicionalmente, son condenados y
catalogados como inservibles. “Lo no-práctico no sirve”, es el mensaje
incuestionable en el seno del paraíso capital. En su libro, Ordine afirma lo
siguiente:
“Existen saberes que son fines por sí mismos y
que —precisamente por su naturaleza gratuita y desinteresada, alejada de todo
vínculo práctico y comercial— pueden ejercer un papel fundamental en el cultivo
del espíritu y en el desarrollo civil y cultural de la humanidad. En este
contexto, considero útil todo aquello que nos ayuda a hacernos mejores.
Pero la lógica del beneficio mina por la base las
instituciones (escuelas, universidades, centros de investigación, laboratorios,
museos, bibliotecas, archivos) y las disciplinas (humanísticas y científicas)
cuyo valor debería coincidir con el saber en sí, independientemente de la
capacidad de producir ganancias inmediatas o beneficios prácticos. Es cierto que
con mucha frecuencia los museos o los yacimientos arqueológicos pueden ser
también fuentes de extraordinarios ingresos. Pero su existencia, contrariamente
a lo que algunos querrían hacernos creer, no puede subordinarse al éxito económico:
la vida de un museo o una excavación arqueológica, como la de un archivo o una
biblioteca, es un tesoro que la colectividad debe preservar con celo a toda
costa.
[…] En este brutal contexto, la utilidad de los
saberes inútiles se contrapone radicalmente a la utilidad dominante que, en
nombre de un exclusivo interés económico, mata de forma progresiva la memoria
del pasado, las disciplinas humanísticas, las lenguas clásicas, la enseñanza,
la libre investigación, la fantasía, el arte, el pensamiento crítico y el
horizonte civil que debería inspirar toda actividad humana. En el universo del
utilitarismo, en efecto, un martillo vale más que una sinfonía, un cuchillo más
que una poesía, una llave inglesa más que un cuadro: porque es fácil hacerse
cargo de la eficacia de un utensilio mientras que resulta cada vez más difícil
entender para qué pueden servir la música, la literatura o el arte.
[…] Tenemos necesidad de lo inútil como tenemos
necesidad, para vivir, de las funciones vitales esenciales. «La poesía—nos
recuerda una vez más Ionesco—, la necesidad de imaginar, de crear es tan
fundamental como lo es respirar. Respirar es vivir y no evadir la vida»”.
Estas palabras de Urdine casan, milimétricamente, con las
pronunciadas por Paul Auster al recoger el Premio
Príncipe de Asturias de las Letras 2006:
“En otras palabras, el arte es inútil, al
menos comparado con, digamos, el trabajo de un fontanero, un médico o un
maquinista. Pero ¿qué tiene de malo la inutilidad? ¿Acaso la falta de sentido
práctico supone que los libros, los cuadros y los cuartetos de cuerda son una
pura y simple pérdida de tiempo? Muchos lo creen. Pero yo sostengo que el valor
del arte reside en su misma inutilidad; que la creación de una obra de arte es
lo que nos distingue de las demás criaturas que pueblan este planeta, y lo que
nos define, en lo esencial, como seres humanos. Hacer algo por puro placer, por
la gracia de hacerlo. Piénsese en el esfuerzo que supone, en las largas horas
de práctica y disciplina que se necesitan para ser un consumado pianista o
bailarín. Todo ese trabajo y sufrimiento, los sacrificios realizados para
lograr algo que es total y absolutamente inútil”.
A este fragmento del discurso, sólo cabría añadirle una certera reflexión de Pierre Hadot que, no por casualidad, inaugura
también el ensayo de Ordine:
“Es precisamente tarea de la filosofía el revelar a
los hombres la utilidad de lo inútil o, si se quiere, enseñarles a diferenciar entre
dos sentidos diferentes de la palabra utilidad”.
(Pierre Hadot, Ejercicios espirituales y filosofía
antigua)
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