"El
hombre se presentó con anticipación al control policial para hacer algunas
compras en el duty free… saboreaba la impresión de libertad que la daban a la
vez el hecho de haberse liberado del equipaje y, más íntimamente, la certeza de
que sólo había que esperar el desarrollo de los acontecimientos ahora que se
había puesto en regla, que ya había guardado la tarjeta de embarque y había
declarado su identidad…”
(Marc Augé,
Los no lugares: espacios de anonimato, Barcelona, Gedisa, 1997, p.10)
Transitamos por ellos a
diario. Los cruzamos, los recorremos, los cabalgamos. Pasamos fugaces por sus
colosales arterias sin detenernos. A decir verdad, no fueron concebidos
para que el viajero detuviese en ellos sus pasos: aeropuertos, estaciones de
tren, metro o autobús, salas impacientes
de espera, galerías comerciales, autopistas o polígonos industriales...
Todos los surcamos día a día, propulsados por una prisa que nos impide re-parar
en dichos espacios de tránsito.
En 1993, el
sociólogo francés Marc Augé calificó estos espacios de transición como "no
lugares". Hoy pretendemos detenernos en ellos –que paradoja- y acercarnos
a la obra que los analiza (Los no lugares: espacios de anonimato, Barcelona,
Gedisa, 1997).
En primer lugar, deberíamos preguntarnos: ¿Qué es un "no lugar"? "Los
no lugares -afirma Augé- son tanto las instalaciones necesarias para la
circulación acelerada de personas y bienes (vías rápidas, empalmes de rutas,
aeropuertos) como los medios de transporte mismos o los grandes centros
comerciales, o también los campos de tránsito prolongado donde se estacionan los
refugiados del planeta" (ibid: 41). En otras palabras, se trata
de espacios impersonales, desalmados, desustancializados, licuados por una
especie de confort artificial que todo lo equipara. Un no-lugar es un espacio inhabitable,
imposible de transformar en nuestro hogar, una especie de hilo invisible que
enlaza dos lugares con entidad propia, con historia personal y colectiva.
"A la entrada
de las ciudades, en el espacio triste de los grandes complejos, de las zonas
industrializadas y de los supermercados, están plantados los anuncios que nos
invitan a visitar los monumentos antiguos. A lo largo de autopistas se
multiplican las referencias a las curiosidades locales que deberían retenernos
aun cuando estamos de paso, como si la alusión al tiempo y a los lugares
antiguos no fuese hoy sino una manera de mentar el espacio presente" (ibid:
79).
Esta es quizás la
contraposición máxima entre los lugares y los no-lugares. Los primeros gozan de
intrahistoria, son el resultado de una evolución de habitabilidad. Cuando enfatizamos
que Sevilla es una ciudad de raíces tartesas en las que se han asentando
romanos, árabes, judíos y un sinfín de pueblos, lo que realmente ponemos de
manifiesto es el hecho sustancial de que se ha ido conformando como abrigo
cultural concebido para con-vivir. Así, “si un lugar puede definirse como lugar
de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse ni como
espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no lugar”.
Los no lugares son entidades ahistóricas, vacías desde el punto de vista
temporal, homogéneas en su mobiliario. Cuando visitas un aeropuerto visitas al
mismo tiempo todos los aeropuertos del mundo, cuando entras en un Ikea ya
conoces la estructura de todos los demás y cuando comprendes cómo moverte por
las carreteras de circunvalación de una gran ciudad estás incubando el virus de
todas las otras autopistas que rodean las grandes metrópolis contemporáneas.
El último aspecto de
los no lugares tiene que ver con sus viajeros o, mejor dicho, usuarios.
“El pasajero de los
no lugares sólo encuentra su identidad en el control aduanero, en el peaje o en
la caja registradora. Mientras espera, obedece al mismo código que los demás…
el espacio del no lugar no crea ni identidad singular ni relación, sino soledad
y similitud. Tampoco le da lugar a la historia, eventualmente transformada en elemento
de espectáculo, es decir, por lo general, en textos alusivos. Allí reinan la
actualidad y la urgencia del momento presente”. (Ibid:107)
Cuando uno aborda un no
lugar no es propiamente un viajero, sino que se transforma en transeúnte,
alguien que simplemente "pasaba por allí", un espectador acrítico y despreocupado,
al margen, consciente de que ese lugar que transita no le pertenece y, por
tanto, no le afecta. Podemos decir que el viaje tiene siempre una dimensión
histórica y de habitabilidad. Atravesamos los no lugares sin historia y
visitamos o habitamos los lugares que han creado intrahistorias colectivas o
individuales. Esta antítesis la recoge Augé en los siguientes términos:
"El viaje…
construye una relación ficticia entre mirada y paisaje. Y si se llama espacio
la práctica de los lugares que define específicamente el viaje, es necesario
agregar también que hay espacios donde el individuo se siente como espectador
sin que la naturaleza del espectáculo le importe verdaderamente" (ibid:91).
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