Concha Caballero fue pionera dentro del parlamentarismo andaluz, inconfundible voz de la antena de la +Cadena SER y profesora apasionada de la asignatura de Lengua Castellana y Literatura en un instituto público. Hace un par de días falleció víctima de un cáncer. El que sigue es uno de sus artículos más célebres (+EL PAÍS):
El puto autobús
Este modesto vehículo, al que apenas prestábamos atención, juega ahora un papel determinante en cientos de vidas
Me llama una alumna de mi instituto. Acaba de terminar el
bachillerato con matrícula de honor y ha obtenido unas notas de
selectividad que le permiten escoger la carrera que deseaba. Me dice que
se ha matriculado en la UNED, la Universidad a Distancia, y le pregunto
extrañada por qué.
—Me hubiera gustado conocer el ambiente universitario pero no va a poder ser.
Me explica que su padre y su madre están en paro. Han estado haciendo
cálculos y no pueden pagar los ciento y pico euros mensuales que
suponen el desplazamiento diario desde Coria del Río a la Universidad
Pablo Olavide. Le contesto que no se preocupe, que estoy segura de que
le concederán la beca que ha solicitado, que si no se la conceden a ella
con su magnífico expediente y su situación familiar, no habrá becas
para nadie.
—Ya lo sé —me contesta— pero el problema es que las becas no empiezan
a pagarlas hasta febrero o marzo y no podemos adelantar ese dinero.
Le digo que hay algunos fondos para esas situaciones. Me dice que ya
ha preguntado y que están saturados. Me ve tan afectada que es ella la
que se dedica a animarme.
—No te preocupes. Es solo una racha de mala suerte. El año que viene será distinto. Ya verás.
A los dos días me encuentro en la puerta del instituto a una pareja
de jóvenes estudiantes que terminaron también el curso pasado con
estupendas calificaciones y una inesperada historia de amor. Los hacía
en la Universidad pero me dicen que han venido a matricularse en el
único ciclo superior de formación profesional que existe en la
localidad, el de Informática. Algo totalmente ajeno a sus aspiraciones y
a la orientación de sus estudios. Me cuentan exactamente la misma
historia. Los pocos kilómetros que separan este pueblo de la ciudad de
Sevilla se han convertido en un foso insuperable. El pago de las becas
se produce con retraso y eso les obliga a adelantar un dinero que no
poseen. Siento una profunda rabia.
—No pasa nada. De verdad —me dice él con más convencimiento que
ella—. No vamos a perder el año. Vamos a buscar algún trabajillo y
ahorrar para poder empezar la carrera el próximo curso.
Frente a los cristales de secretaría está la madre de uno de los
alumnos del centro. Tanto ella como su marido están parados desde hace
más de tres años. Les pregunto si ha mejorado la situación.
—Bueno… vamos tirando. Tenemos la suerte de tener la casa pagada y mi
padre se hace cargo de los gastos extras, que si unos zapatos, una
equipación… nos arreglamos con muy poco.
—¡Ojalá las cosas mejoren! —le digo sin mucha convicción—.
—¡De verdad! Todos los días cuando me levanto me acuerdo de los que no tiene nada, asegura.
Me hace sonreír el optimismo histórico que nos permite sobrevivir y esa compasión que quita peso a las penas propias.
En la sala de profesores discutimos las actividades extraescolares
para este curso. Mejor dicho podamos, recortamos, escatimamos las que se
solían hacer en años pasados. Recordamos con humor cuándo proponían ir a
Cancún o a la Riviera Maya. Ahora ir a Granada ya es un lujo y las
actividades son muy modestas: visitar algún museo de Sevilla, asistir a
una función de teatro o participar en la feria del libro.
—Aún así habrá alumnos que no podrán pagar el billete del autobús —nos advierte alguna compañera—.
Antes Sevilla estaba muy cerca, ahora muy lejos. El modesto autobús
al que apenas prestábamos atención juega ahora un papel determinante en
cientos de vidas. Nunca pensé que subir a un autobús o a un vagón del
metro llegase a ser un problema. Era el dinero menudo que volaba de
nuestros bolsillos sin saber cómo. El mismo que hoy se cuenta, se mide,
se planifica.
Camino de casa observo a los viajeros que esperan en la marquesina
con cara de indiferencia. Desde luego no son privilegiados. Como
siempre, el conductor ha ocupado buena parte de la calzada e interrumpe
el tráfico hasta que embarcan todos los viajeros. El vehículo va casi
vacío. No sabe que se ha convertido en un nuevo símbolo de la escasez.
El puto autobús.
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